Por Gabriel Delacoste

Desde Montevideo

La muerte de Eduardo Galeano generó cierta tensión en la intelectualidad montevideana. Se podía apreciar en las redes sociales durante la tarde del lunes cómo mientras algunos se lamentaban y conmemoraban la vida del escritor, la mayoría demostraba sentimientos más ambiguos. Algunos directamente aprovecharon para putearlo por última vez, mientras otros más moderados reconocían su coherencia, pero aclarando escrupulosamente que no lo leen desde hace muchos años.

 Si bien sus libros se siguen vendiendo muy bien, Galeano no es un autor apreciado por la élite política e intelectual. Y a pesar de que algunos lo respetaban como izquierdista, la mayoría de las veces que se lo mencionaba era como ejemplo del supuesto maniqueísmo y dogmatismo del ciclo de radicalización de la izquierda uruguaya y latinoamericana de finales de los ’60 y comienzos de los ’70. Los intelectuales y políticos uruguayos no quieren parecerse al perfecto idiota latinoamericano que denunciaran Mendoza, Montaner y Vargas Llosa en 1996.

Se esgrimen muchas razones para no simpatizar con Galeano: su posición económica acomodada, anécdotas que mostraban un carácter difícil, un estilo literario menos que elegante. Independientemente de lo justificadas o no que pudieran ser estas críticas, hay razones para pensar que el disgusto con el autor de Las venas abiertas de América latina no es principalmente personal, estético o de clase, sino político.

Galeano formó parte de una generación de intelectuales comprometidos con la izquierda uruguaya y latinoamericana. Hizo explícito, por ejemplo, su apoyo al Frente Amplio en 1971, junto con otros 169 escritores en las páginas del semanario Marcha, del que antes había sido secretario de redacción. Al igual que muchos otros de su generación, usó la literatura y el periodismo como herramientas políticas, logrando un impacto verdaderamente notable.

El no cambió lo fundamental de sus posturas políticas, pero la izquierda y el ambiente intelectual uruguayo sí cambiaron. A partir de la recuperación de la democracia, e intensificándose a partir de los ’90, el Frente Amplio comenzó un proceso de moderación ideológica y programática, las ciencias sociales se profesionalizaron y las artes se rebelaron contra el imperativo del compromiso político. En el camino, la izquierda perdió su anterior hegemonía en la cultura y el socialismo desapareció como proyecto político posible.

Los políticos (ahora) moderados, muchos de la edad de Galeano, lo veían como una reliquia de un pasado que ven como una etapa de inmadurez, y su presencia era un recordatorio incómodo de que es posible mantener cierto radicalismo a través de los años. Los científicos sociales, que en la era de la teoría de la dependencia simpatizaban con la literatura y la política (al punto que Gunder Frank escribió un prólogo para Las venas abiertas...), hoy buscan legitimidad científica desmarcándose del “ensayismo” del pasado, hablando de Galeano como Platón hablaba de Homero. Mientras, la literatura se siente más cómoda cuanto más lejos se encuentra de la política (y de la izquierda).

En lugares de América latina donde las izquierdas mantuvieron o rescataron algo de la retórica o los planes radicales de hace unas décadas, Galeano sigue gozando de prestigio como intelectual. No así en el Uruguay frenteamplista, a cuya política y ciencias sociales quizá les vendría bien algo de literatura.

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