JULIO RODRIGUEZ
(2005)
PERPLEJIDADES
¿Es cierto que quien roba al ladrón tiene cien años de perdón?
O dicho de otro modo
¿Es anticonstitucional anular una ley anticonstitucional?
I
Si esto se publicare, no quiero engañar a quien lo leyere y creyere que soy alguna suerte de conocedor del Derecho. Por supuesto, que en leyendo lo que aquí saliere, el lector dirá que no hacía falta prevenirlo porque a cada paso demuestro, lo quiera o no, que nada sé del Derecho.
De ahí el título de “Perplejidades”, así a borbotones, porque – distraído de mí – fui a leer el texto constitucional, y en medio de mi ignorancia, quedé sencillamente estupefacto.
Los que sí saben algo del asunto, sesudos constitucionalistas, expertos en la historia del derecho constitucional, civil y penal, me explicaron cosas que no sabía. Por ejemplo, que dentro de la Constitución hay una especie de núcleo duro intocable, imprescriptible, inderogable, IRRENUNCIABLE, el formado por los capítulos generalmente titulados “Derechos y Garantías”.
Agregaron que ese capítulo nos diferencia esencialmente como especie Homo Sapiens, como seres humanos, del resto del reino animal, o de las primeras formas animales de la sociedad humana: despotismo antiguo, régimen esclavista, sociedad feudal. Que justamente, la historia de los seres humanos es la historia de la lucha por las libertades y los derechos, y que, consagradas que fueron estas señales imborrables de humanidad (luego de miles de años de luchas de centenares de generaciones), toda tentativa de anular y peor aun toda abolición de hecho de ese frontispicio de toda Constitución democrática, es la derrota de esa humanidad que llevamos estampada en nuestra cultura y en nuestra historia.
Me señalaban que tal o cual de los capítulos que se sedimentan en toda Constitución, lo hacen sobre esa roca de basalto indestructible de los Derechos y Garantías, porque esa roca es lo que nos hace seres humanos. Que por lo mismo, todo el resto es tocable, modificable, reformable, cumpliendo claro está, la norma de coherencia con esos Derechos y Garantías, porque todo en general puede ser organizado de esta o de aquesta manera, siempre y cuando nadie mancille la tierra madre de los derechos humanos de una sociedad democrática.
Me señalaron justamente que todos los habitantes de la república tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad. Que nadie puede ser privado de tales derechos. Que por lo mismo, todas las personas son iguales ante la ley. Y que por cuanto el hogar es el refugio de cada ciudadano, el hogar es un sagrado inviolable.
Que no siendo ángeles los seres humanos, y habiendo quienes violan las normas de convivencia, toda acción punitiva de la sociedad sobre alguno de sus miembros obliga a que nadie pueda ser penado ni confinado sin forma de proceso y sentencia legal. Y que si por desventura hubiere prisión indebida de un ciudadano, el mismo interesado o cualquier persona podrá interponer ante el juez competente el recurso de “habeas corpus”. A tal punto que se hace responsable a los jueces ante la ley por la más pequeña agresión contra los derechos de las personas.
Que por añadidura, en nuestro país está prohibida la pena de muerte y que en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar a los detenidos.
Me agregaron que por tales razones, se han precisado como corolarios de la defensa de los derechos y las libertades, los derechos de expresión, de reunión, de asociación, etc., siempre y cuando – claro está - no se propongan actividades contrarias a los derechos y libertades fundantes.
Tuvieron a bien mis ilustrados amigos recordarme que la Suprema Corte de Justicia es el órgano que tiene como obligación juzgar a todos los infractores de la Constitución, y que la propia Constitución nos alerta que quien atentare o prestare medios para atentar contra la Constitución será reputado, juzgado y castigado como reo de lesa Nación.
Me agregaron que esa misma Suprema Corte de Justicia es la encargada de definir si tal o cual ley aprobada por los medios legislativos competentes, es o no contraria a la Constitución.
II
Escuchado que hube, quedé de todos modos perplejo. Mi primera perplejidad devino del hecho que cuando pregunté si los doce años de dictadura, iniciada por resolución del entonces Presidente y futuro primer dictador, había conllevado una y otra vez la inmediata intervención de la Suprema Corte de Justicia.
Me miraron con lástima.
Mi segunda perplejidad fue si el entonces Presidente convertido en el primero de los dictadores y quienes se fueron pasando el garrote de mando de la dictadura, habían sido reputados, juzgados y castigados como reos de lesa nación.
Me miraron con más lástima.
Mi tercera perplejidad derivó de si algún juez había autorizado el recurso de “habeas corpus” para los más de 60 mil uruguayos detenidos sin forma de proceso y sentencia legal, y de paso cañazo, torturados, lisiados, o asesinados y desaparecidos.
Me comenzaron a mirar con fastidio.
Mi cuarta perplejidad fue cuando pregunté si un Estado, cualquiera sea, y en su representación, un poder ejecutivo y un poder legislativo, podían renunciar a las potestades punitivas que les compete la Constitución, y para lo cual fueron elegidos.
Si era admisible que todos los que participaron en el golpe de Estado, en la violación de todos y cada uno de los derechos al goce de la vida, el honor, la libertad, la seguridad, el trabajo y la propiedad, pudieran ser declarados inimputables por esas instituciones de gobierno precisamente elegidas para el restablecimiento de las libertades y la democracia.
Si era admisible que asombrosamente los gobernantes de turno se arrogaran el derecho – que ni la Constitución ni el sentido común les ha concedido -, de declarar de hecho la disolución del Estado en una de sus funciones esenciales, sin las cuales un Estado no es un Estado sino un agregado informe de individuos descaecidos de su condición humana..
Me comenzaron a mirar con asombro.
Cuando pregunté si la Suprema Corte de Justicia, el mismo día, un minuto después, ya había recurrido la ley por inconstitucional y dado que un Estado culposo de suicidio no puede ser enterrado en camposanto, esperé la respuesta en vano.
Me miraban con lástima, fastidio, asombro y además con rabia.
Enterado que fui de que esa ley había sido ratificada por una votación popular, me miraron con aire de triunfo, porque consideraban que aquel veredicto era el punto final de todas mis lastimosas, fastidiosas, asombrosas e irritantes perplejidades.
III
Me hice repetir la razón por la cual una votación popular podía decretar que no habrían de ser perseguidos los delitos contra la vida, el honor, la libertad, la seguridad de los ciudadanos, y si con ello esa circunstancial mayoría no se había percatado que se estaba ofreciendo como víctima propiciatoria de nuevas y sucesivas hecatombes contra ellos mismos y contra sus hijos y sucesivos descendientes.
Pregunté, - algo había aprendido de ellos – que de ser inapelable el veredicto referendario, sería jurídicamente inobjetable volver a la esclavitud en caso de que un referendum popular lograse la mayoría para reimplantar esa forma de retorno a la animalidad.
Reiteré que con el mismo método referendario se podía volver a la prehistoria donde regía la “pretensión punitiva” de los particulares, bajo forma de vendetta privada de clanes o familias entre sí, dado que el Estado renunciaba a la “pretensión punitiva” que los Estados de derecho lograron como forma de poner fin, luego de siglos y milenios, a las salvajes formas de guerra privada de todos contra todos.
Argüí que ninguna clase de unánime mayoría referendaria podía decretar ninguna lesión de los derechos de la más insignificante de las minorías.
Que de tal modo antihumano podía decretarse la limpieza étnica, el veto contra el uso de una lengua, la persecución de una cultura, estigmatizar una danza, un estilo musical, o cualquier tipo de arbitrariedad que una mayoría convocada por el miedo fuese impelida a votar, obturada circunstancialmente su razón por el pánico.
Fue entonces cuando se produjo un silencio.
Que con toda buena fe aproveché para preguntar que si el caso hubiera sido que quienes votaron dicha antihumana y anticonstitucional ratificación de una ley antihumana y anticonstitucional, no sabían lo que estaban haciendo, cómo y por qué había ocurrido tal despropósito y quiénes habían promovido y argumentado a favor del retorno a las leyes de la selva.
Alguien tuvo a bien informarme que la gente que votó tal aprobación lo había sido en medio de una campaña de temor, porque habiéndose sufrido una terrible dictadura, fresca la memoria de los horrores cometidos en ella, la mayoría temía que los mismos militares repitieran el atentado contra las libertades, como lo decían con absoluta prepotencia en todos los ámbitos.
Primero les recordé que yo no aceptaba la exclusiva definición de militar al período dictatorial. Que la dictadura había sido pensada, promovida, teorizada por civiles que tiraron la piedra de la irracionalidad y escondieron la mano financiera cuando lograron su objetivo de convertir las fuerzas armadas en el brazo armado de la más rapaz de las oligarquías, que sobrevivió a la dictadura con túnica cándida y cada tanto le dio y le da un zarpazo a la bolsa de los ahorristas y al bolsillo de los trabajadores.
Dicho lo cual, aduje que podría entonces decirse que esa ratificación, esa suerte de “contrato” entre una mayoría popular y la extraña alianza de nostálgicos financieros de la dictadura, de fuerzas políticas a su vez temerosas y las fuerzas armadas todavía “armadas” con el argumento de la fuerza, fue un contrato de mala fe, por el cual quien se mostrase renuente a firmarlo era amenazado con la vuelta a ese pasado de arrestos, torturas, asesinatos y desapariciones.
Me pregunté entonces, puesto que esa ley era anticonstitucional, por qué no fue declarada como tal por la Suprema Corte de Justicia dado que no está probado que estuviesen en feria o en vacaciones en Tahití, y que por tanto tuvieron todo el tiempo necesario para declararla como tal.
Igualmente me pregunté por qué la Suprema Corte no declaró nulos tanto la ley como el resultado del plebiscito, del mismo modo que se declara nulo todo contrato arrancado por la fuerza o con la amenaza de la fuerza; o por qué no hizo uso de la docencia y la pedagogía, enseñando al gobierno de turno que un Estado no podía renunciar a la “pretensión punitiva del Estado” solo porque las fuerzas armadas lo habían forzado a hacerlo mediante amenazas.
Por qué no declaró que la circunstancial mayoría referendaria estaba viciada de nulidad, comprobada y flagrante como era la amenazante campaña preparatoria que hizo que la voluntad del voto fuera coacta y la conciencia, sometida, para ceder, renunciar, y despojarse de sus derechos.
En fin, si todo eso había sido resultado del uso de la fuerza o de la amenaza del uso de la fuerza, hoy – a fojas vistas – tenemos derecho a creer que habiendo cambiado la sociedad, la correlación de fuerzas, habiendo adquirido esta sociedad la conciencia robustecida de sus derechos, pues entonces ahora se puede investigar, restablecer la verdad y hacer justicia libre y no coacta.
O sea que ahora se puede declarar anticonstitucional, dar por nulo, írrito, sin ningún valor para siempre todo el conjunto de leyes, decretos y referendos arrancados por la fuerza, o por la amenaza del uso de la fuerza, como reza la declaratoria de la independencia y como nos enseñara Artigas en su oración de abril, oración en la que nos acunamos los orientales desde niños.
Al pueblo uruguayo le importa la sustancia no los instrumentos, parece que no le afecta que esto se haga como ley interpretativa, sustitutiva, anulatoria, o mediante otro referendum que declare nulo el anterior realizado con la guadaña pendiente y basculante, virtual o realmente, sobre el cuello, la voluntad y la libertad de aquella mayoría circunstancial y temerosa que ya no es ni mayoría, ni circunstancial, ni temerosa. Es sencillamente democrática.
El pueblo no pide venganza, pide poderse mirar a los ojos los unos a los otros, los padres a sus hijos, los abuelos a sus nietos, diciéndose que el pueblo uruguayo ha borrado el estigma de la dictadura y de la adulteración de la memoria.
Por eso le pregunto a los presentes ¿cómo puede ser anticonstitucional la anulación de un acto anticonstitucional?
O quizás, lo que en realidad ocurre, es que nadie se anima a confesar que una cosa es la fuerza del derecho y otra cosa es el derecho de la fuerza, y el reflujo gástrico del temor otra vez les devana los sesos para encontrar nuevas y miserables chicanas que bauticen como derecho a lo que solo es fuerza o amenaza del uso de la fuerza.
El grupo consultivo, como en el verso de Quevedo, me “miró de soslayo, caló el sombrero, y fuese”.
IV
Fue entonces, cuando quedé solo con mi propio coleto, una especie de sentido intuitivo que practica el cinismo como carátula y se burla constantemente de mis reflexiones, y a quien he intentado expulsar del nicho donde se esconde por mal pagador. Fue este coleto quien me sugirió que “si bien yo había logrado demostrar la incoherencia de los principios del derecho con que se reviste la institucionalidad violada con estupro por la dictadura y reedificada a puntada larga en su virginidad por los 20 años de recuperación democrática, no obstante.... (e hizo una larga pausa para dar sensación de suspenso, que a mí me pareció afectación y melodrama de los años cincuenta), ... pero – continuó – no se puede olvidar que el derecho positivo que nos rige es además fruto de una determinada correlación de fuerzas entre las clases sociales, y entre los sectores políticos que, sin identificarse con las clases, más o menos representan los tropismos olfativos de las clases, y que – a no olvidarlo, agregó – también se someten a los estilos de vida, a la idea que los pueblos tienen de sí mismos, a la idiosincracia más o menos identificatoria de un cierto y específico país.
Siguió por ahí, merodeando irónicamente en torno a lo que veía como debilidades teóricas e históricas de mi discurso y me dijo, que su función era simplemente el de aplicarme el Caveant consules, de la Roma antigua. Que además de desmenuzar las causas de lo ocurrido y de dar prolijamente las posibles alternativas de la acción, hiciera yo algo más, o sea, prospectar las consecuencias de cada una de las opciones posibles.
Y desapareció.
En realidad yo había estado magníficamente bien. Por cierto que no había terminado y la irrupción de ese opositor interno me irritó, por cuanto, siendo mi coleto, por definición, un coleto de mi propiedad, o sea un atributo que me pertenecía y al que no le permitía la mínima ficción de autonomía, seguramente sabía que en la circunvolución vecina – mía y no suya - se estaban preparando las fuerzas de asalto a la concepción formalista del derecho y a su fracaso en el tema de la “impunidad”.
Que si bien esta concepción - como en toda teoría articulada con olvido del carácter sistémico y realimentado de los niveles económicos, sociales, jurídicos, políticos, culturales, ideológicos, etc. -, había intentado sin lograrlo, considerar autosuficiente la coherencia (en este caso la incoherencia) interna de un dado nivel cualquiera sea, en este caso el nivel jurídico. Olvidando por su formalismo ramplón que históricamente el nivel jurídico es siempre el último que entra en la escena histórica, precisamente para dar fe notarial que la costumbre ahora dominante debe ser canonizada como derecho positivo, y el derecho puramente histórico e historizable anterior debe pasar a retiro junto con la costumbre desaparecida.
Y al grano.
V
Como se sabe, considero que el derecho y las libertades forman parte indisoluble de la propia emergencia del Homo Sapiens. Que cada uno de los derechos y libertades están fundados en la propia constitución bio-social del hombre, al punto que el Homo Sapiens nace como resultado final de esa evolución de las especies precedentes que determinan que Homo goce de un grado incalculable de grados de libertad, y que por añadidura, toda su evolución bio-social histórica le abre constantemente un horizonte aun mayor de grados de libertad, y de respaldo bio-social-cultural aun mayor a todos y cada uno de sus derechos.
Pero también se sabe que el complejo aparato que sostiene la legitimidad de aspiración humana a la perfectibilidad de sus derechos y libertades, es al mismo tiempo un aparato que se encuentra disponible para esas mismas minorías que procuran aumentar sus derechos y libertades privilegiadas sobre el cadáver de los derechos y libertades universalistas de las mayorías, y que como decía Marx, ningún déspota “está en contra de los derechos y libertades, se limita a estar en contra de los derechos y libertades de los demás”,
Bien, la existencia de estos dos modos – ambos compatibles con la constitución bio-social del hombre – han convivido durante milenios tratando de imponerse el uno sobre el otro. Unos procurando la universalidad del derecho y las libertades, los otros, imponiendo para sí mismos la limitación privilegiada del derecho.
Y esa faena contrapuesta de pueblos y clases dominantes, sus peripecias, sus avances y retrocesos, es lo que constituye el ámbito de la política, de la correlación de fuerzas entre unos y otros, y que, precisamente, lo que denominamos derechos políticos, constitucionales, son un precipitado históricamente cambiante, como cambiante ha sido la correlación de fuerzas entre la democracia y la igualdad universalistas, por un lado, y la forma reductiva de la democracia y la igualdad, por otro lado.
O sea que el derecho fue, es y seguirá siendo, una enumeración de los derechos y libertades arrancados a las clases dominantes solo y exclusivamente después de un cambio de la correlación de fuerzas políticas entre ambos antiquísimos partidos en que ha estado escindida la sociedad desde la aurora de los primeros Estados, los llamados partidos populares y democráticos y los partidos de las clases dominantes, llamasen como se llamasen esos partidos en la historia, y organizados que fuesen como fuesen, conforme a los tiempos y lugares, donde esa lucha se ha librado.
Sí. Ciertamente. La ley de “caducidad de la pretensión punitiva del Estado” no tiene nada de ley ni tiene cómo ser medida y calibrada como constitucional o anticonstitucional. Fue y sigue siendo un “tratado arrancado por la fuerza” al poder ejecutivo y al poder legislativo, refrendado cortés y sumisamente por el poder judicial, y aprobado por más de la mitad del electorado uruguayo porque, los unos midiendo las fuerzas y los otros acorralados por el temor, se dijeron a sí mismos que no había fuerzas suficientes para imponer el derecho y la justicia.
La pusilanimidad de los sectores políticos, el temor puramente intuitivo de la mayoría que refrendó la monstruosidad jurídica, son ellos mismos una demostración de la correlación de fuerzas de entonces. En esos años todavía favorecía a las clases que teorizaron y cocinaron la dictadura y a las fuerzas militares que absolutamente enajenadas y drogadas de ideología ultraconservadora, aceptaron ser el brazo armado de la oligarquía financiera.
Caído que fue el régimen cívico-militar de la dictadura, la oligarquía financiera, como el whisky de fama mundial, “siguió tan campante”. Bajo “su” gobierno cívico-militar robó por asalto en la “compra de carteras” incobrables, robó luego en democracia con la quiebra jamás investigada de tres bancos, y muy recientemente, - aun nos escuecen las heridas - robó con asalto, fractura y crueldad en la crisis del año 2002.
Reitero que el propio resultado del referendum hay además que mirarlo como un barómetro de la correlación de fuerzas de entonces. Siempre he vacilado en recordar o no un hecho. Dos destacadísimos dirigentes políticos de la izquierda coincidieron en este juicio, No habían sido los iniciadores de la iniciativa referendaria. Consideraban que la iniciativa tenía virtudes y peligros sobre todo para el futuro. Sus virtudes eran el esclarecimiento y la movilización popular. El peligro que consideraban de largo alcance, era precisamente que la correlación de fuerzas en la opinión popular de entonces podía otorgarle al engendro anti-jurídico el aura de legitimidad de la que carecía, y que esa anómala legitimidad paralizaría por largo tiempo la posibilidad de aprovechar un cambio radical de la conciencia popular para desarmar el miserable andamiaje de la impunidad. Consideraban finalmente que si la parte más consciente y combativa de la población estimaba que había que dar esa batalla, sería suicida y cobarde no dar la batalla por más que fuese perdida. Y fue así que dieron todas sus fuerzas para alcanzar la victoria que en definitiva no se alcanzó.
No tengo la menor idea de cuantos dirigentes de la izquierda de entonces arribaron a esa conclusión. No tengo derecho a especular al respecto.
Ahora todo cambió. Y lo creo. ¿Pero realmente todo cambió? Lo dudo. Todavía este es un régimen capitalista y lo será por largo tiempo. Todavía estamos metidos en este planeta globalizado timoneado por el Imperio. Todavía estamos metidos hasta el cuello en el endeudamiento sin salida inmediata, que heredamos de más de 30 años de dominio incompartido de la oligarquía financiera.
Todos los monos están enlazados por el rabo. Deuda externa y ley de impunidad, tratado de inversiones con EEUU y penetrabilidad sin defensas de una economía todavía fundada en dos o tres artículos de exportación agropecuaria y derivados.
Despacito por las piedras.
La correlación de fuerzas debe aun cambiar algún tantico más. ¿Cuánto? Nadie lo sabe. Lo único que se sabe por las fuerzas más lúcidas, es que la estrategia debe considerar las fuerzas propias y las del adversario. Que la batalla no hay que librarla en el terreno llano donde se desplieguen fácilmente las cargas de la caballería del Imperio y de la roñería de sus comandos criollos de avanzada que conforman la oligarquía financiera uruguaya, sin hablar ya de los papagayos que vociferan a la derecha y a la izquierda.
Tantas gárgaras que se han hecho y se hacen sobre estrategia y táctica y quienes pontifican ni siquiera han aprendido que además de la ofensiva por asalto existe la guerra de posiciones gramsciana, que además de la ofensiva en todo el frente, existe la posibilidad de combatir por partes, a los sectores más vulnerables del adversario. Que la estrategia es un encadenamiento sucesivo de opciones tácticas, que solo después de una cierta serie de pequeños triunfos en tal o cual sector, se puede desplegar una estrategia más ambiciosa.
Así pues, de aquellas cuatro opciones formalmente admisibles, habrá que estimar con extrema prudencia e inteligencia, cuál de ellas corresponde a la actual correlación de fuerzas. Quizás valga esta modesta opinión. La correlación de fuerzas a nivel de la conciencia popular y al interno mismo de las fuerzas armadas continuará cambiando. Quizás lo inteligente es seguir machacando sobre ambos puntos y plantearse en un cierto momento, hecho el balance, que llegó la hora final de la verdad, la justicia y del fin de la impunidad. Este cambio puede darse hoy o mañana, no sé cuando. Pero se dará.
Pero se dará si se desatan al menos dos grandes nudos.
En el Uruguay, ¿quién del gobierno decide hablar este lenguaje con franqueza e inteligencia con el pueblo-pueblo, ese que espera un cambio radical?
Y dentro del pueblo mismo ¿quién, en el hervidero de reclamos y reivindicaciones sectoriales y por definición sin respuesta satisfactoria generalizable, se siente responsable y dueño de este gobierno de izquierda y por lo tanto decide disciplinar las fuerzas anárquicas del corporativismo que libran batallas desorganizadoras en la retaguardia?
En el Uruguay, nadie.