Sanguinetti en la campaña canalla, o Los cucos del tren fantasma
Niko Schvarz
Un devaluado Julio María Sanguinetti se sumó a la cola de Lacalle y Jorge Batlle a la campaña canalla contra el Frente. Y para sacarse de encima la acusación de que el golpista Bordaberry (hoy preso por sus crímenes) fue electo por su partido, y que el colorado Pacheco Areco preparó el camino al golpe de Estado (y él fue ministro de ambos), sale proclamando a voz en cuello que en este país “los únicos golpistas fueron los del PIT-CNT”. Esto lo dijo por TV y al otro día escribió en “Últimas Noticias” que “en junio, cuando culminó el golpe, la CNT realizó una huelga general, desgraciadamente fracasada en pocos días”. Y punto.
Ya los dirigentes sindicales, así como ex dirigentes y fundadores de la central obrera le han contestado como se merece, porque esto es un agravio incalificable contra la clase obrera, que ya estaba ocupando las fábricas y los talleres en el momento en que los tanques al mando del Goyo Álvarez y Esteban Cristi cercaban el Palacio Legislativo. La huelga general, que él trata con desdén, fue una magnífica gesta, que duró 15 días, enfrentó la más cruda represión, ocupó las fábricas, fue desalojada a punta de bayoneta y las volvió a ocupar, se complementó con la ocupación de las facultades y de liceos por los estudiantes reviendo la consigna de “Obreros y estudiantes, unidos y adelante”, suscitando la admiración y la solidaridad del mundo entero. La huelga cavó una profunda zanja entre la dictadura y todo el pueblo, desde el pique, y contribuyó de manera decisiva a organizar al conjunto de fuerzas políticas y sociales que se unieron para enfrentarla. Algunos mientras tanto se fueron al mazo y perdieron el habla.
La huelga general es un timbre de honor para la clase obrera, que cumplió el compromiso asumido años antes. Cuando irrumpió el golpe de estado militar en Brasil el 31 de marzo de 1964 (el golpe de Lincoln Gordon, que trajo a Jango Goulart a nuestro país), se produjeron remezones en los sectores de ultraderecha de las fuerzas armadas uruguayas, capitaneadas por el militar blanco Oscar Mario Aguerrondo, que amagaron con tomar por el mismo camino. El riesgo para la democracia uruguaya era real. En esa circunstancia se produjo un reguero de asambleas obreras, impulsadas por la central, que tomaron una decisión unánime: Ante cualquier intento de golpe de Estado, huelga general. Es lo que se cumplió desde la madrugada del 27 de junio hasta el 11 de julio. Con el mismo sacrificio y denuedo, a lo largo de los 11 años de dictadura, la clase obrera la enfrentó sin tregua. Ofrendó a esa lucha por la democracia la sangre de sus militantes, que sufrieron muerte, prisión, tortura, llenaron las cárceles, lucharon en la clandestinidad, se organizaron en el exterior y llevaron la solidaridad a todas partes, buscaron las formas de reorganizarse y al lanzarse a celebrar del 1º de Mayo de 1983, en plena dictadura, enfrentando todos los riesgos, ya estaban anunciando, antes del “obeliscazo”, el final sin gloria del régimen.
Hay que reconocerle a Sanguinetti que “il a de la suite dans les idées”, como dicen los franceses. Porque esa misma idea denigratoria de la lucha de la clase obrera contra el golpe está expuesta en su libro “La agonía de una democracia”. En la página 358 dedica unas diez líneas displicentes a la huelga general. Nada dice de las ocupaciones de fábricas, talleres y centros de estudio, no menciona el impacto que produjo la llama de Ancap apagada, no habla de las ollas que se formaban en las fábricas ocupadas con la solidaridad de los vecinos y donde estaban, por ejemplo, las obreras textiles con sus hijos. De todo esto yo puede hablar porque recorrí muchas de ellas junto con el fotógrafo Aurelio González (y, vaya casualidad, la tapa de su libro lleva una foto de Aurelio, un tanque frente al Palacio). Se limita a decir que fueron requeridos 54 dirigentes sindicales “y la huelga comienza a desmoronarse a las pocas horas”. Tremenda mentira, intencionada además, porque de inmediato pone en el mismo plano un artículo que él escribió en “Acción”.
Hay más. En la página anterior hay una referencia a lo que denomina “melancólica sesión” del Senado en la madrugada del 27 de junio. No cita la intervención en la misma de Enrique Rodríguez que, junto a Wilson Ferreira y Hierro Gambardella, dio la tónica de la histórica sesión, y anunció en un discurso memorable que a esa hora los trabajadores estaban ocupando las fábricas, que la clase obrera se levantaba unida contra el golpe y no fallaría en la defensa de la democracia. Poco antes del inicio de la sesión, Hierro Gambardella nos había dicho a Enrique Rodríguez y a mí, en el despacho del senador comunista, que había visto el decreto de disolución del Parlamento firmado por Bordaberry.
Si seguimos más adelante, vemos que también está minimizada la formidable manifestación del 9 de julio “a las cinco en punto” y la represión subsecuente (páginas 361-2), un hito en la lucha antidictatorial que contribuyó, en medio de la huelga general, a aislar aún más a al régimen de facto. El asalto a El Popular ni siquiera está mencionado. La prisión de Seregni merece apenas una nota al pie, y no dice que estuvo encarcelado diez años en total, hasta cuando la dictadura ya estaba boqueando. Ahí mismo hay otra referencia despreciativa a la huelga general: “Dos días después se levanta formalmente la huelga general, sin resultados a la vista” (página 362). En otro lado habla de “la pasividad mayoritaria que, mal que nos pese, ocurrió frente al golpe de Estado de 1973” (página 109).
En los capítulos anteriores, se lee una descripción minuciosa de todas y cada una de las acciones tupamaras, y sobre esa base se traza una apología desbordante del régimen represivo de Pacheco. Pero se borra totalmente de la escena en ese período las acciones de las fuerzas sociales, particularmente el movimiento sindical, y los partidos de izquierda, que habían puesto en marcha el proceso que desembocaría en la fundación del Frente Amplio. Resulta significativo que la descripción detallada de la jornada trágica del 14 de abril de 1972 no esté precedida ni siquiera por la mención del paro general del día anterior, el mayor de la historia del Uruguay, con amplia adhesión de sectores medios. Justamente, las acciones tupamaras eran la contracara de esta táctica de acumulación de fuerzas de los sectores populares y de izquierda, que así lo hicieron constar por varias vías, señalando que las mismas no eran “nuestro camino” para luchar por un cambio en el Uruguay. Tres días después sobrevino la matanza en la seccional 20ª del Partido Comunista, que el libro rebaja a la condición de “confuso episodio sin evidencia de que tuviera intencionalidad política” (página 260). Fue, en su visión, un mero accidente, cuando en verdad representó el preludio sangriento del golpe de Estado al año siguiente.
Decíamos que Pacheco aparece en el libro como un “presidente guardián del orden” y el suyo como “un gobierno que defiende la institucionalidad republicana”. Tal es el juicio que le merece el gobierno del cual fue parte integrante y que se inició, a la muerte de Gestido, con clausuras de diarios y partidos y gobernó bajo el imperio permanente de las medidas prontas de seguridad y la negación de todas las garantías individuales; que volvía a implantarlas al día siguiente de que el Parlamento las levantaba; que volvió a colocar en otro cargo ministerial a un ministro censurado por las mayorías requeridas de la Asamblea General (el banquero Peirano Facio); que militarizó gremios enteros como el bancario y despidió a sus trabajadores por cientos; que implantó la congelación salarial el 13 de junio de 1968, momento en que los ministros con sentimiento batllista abandonaron el gabinete. Como curiosidad, anoto su afirmación de que “la congelación mejoró el salario real” (página 307). Le merece admiración el discurso de Pacheco cuando, usando giros del siglo XIX, coloca la “lucha subversiva” en manos de las Fuerzas Armadas. (Aquí recordamos que Pacheco fue un mediocre diputado en un período, y se limitaba a leer unos papelitos escritos en los cinco minutos de la media hora previa). En este período empezaron a actuar la JUP (de su amigo colorado el ex diputado no reelecto García Pintos) y los Escuadrones de la Muerte (cuyos integrantes como Bardesio acaban de ser encarcelados), pero Sanguinetti no les otorga la menor importancia. Dice que “la JUP se diluyó rápidamente” (página 201) y sobre los Escuadrones de la Muerte expresa que “esta organización nunca asumirá personería (¿jurídica?) ni se encontrarán pruebas de su existencia”. Aparentemente la justicia opina otra cosa.
Mantuvo esos criterios cuando, ya como presidente, alardeó que él nunca había perdido una huelga. Y ahora se degrada al extremo de figurar en la retaguardia de la campaña canalla que ya los está golpeando como un boomerang.
Publicado en La República, 14 de noviembre 2009, pág. 11