A Hugo lo conocí en Montevideo, aunque esto quizás sea una redundancia o un atropello de palabras. Creo, más bien, que a Montevideo la conocí en Hugo. Fue una noche larga y de palabras cortas. Estábamos él y yo, mirándonos en los recuerdos que cada uno relataba mientras con el dedo hacíamos girar unos hielos emborrachados en el whisky melancólico de nuestra mesa predilecta en el Jueves 5.
Nos contamos la vida en el primer encuentro, de a pedacitos, a veces con un simple gesto, una sonrisa tenue y alguna lágrima furtiva. Nos contamos la vida con los ojos brillantes. Hugo tenía en aquellos días de 1997, 64 años. Yo, 34. Montevideo se colaba misteriosa por las paredes cómplices del Jueves 5, un bar de hombres que se dicen la verdad y se cuentan los secretos sin muchos adjetivos. Fue allí que comenzamos nuestro diálogo sobre la educación (el motivo de nuestras vidas), sobre las mujeres y el futbol. Sobre la militancia y el socialismo, sobre la revolución y todo lo que tarda en llegar, la muy perezosa. Leí en sus ojos el sufrimiento y la dignidad de tantos años en la oscuridad de esa prisión que tiene el tupé de llamarse “Libertad”; un preso más de aquella brutal dictadura, que odiaba a todos los que eran capaces de soñar con un Uruguay libre y justo, popular y democrático.
Una dictadura que odiaba a los que, como Hugo, hacían de la docencia su forma de lucha por un país mejor.
Esa noche le conté de mis miedos porque iba a ser padre en algunas pocas semanas. Me escuchó atento y, como siempre, respetuoso, con un gesto que al extraño podría parecerle, quizás, huraño: con el ceño fruncido, los bigotes apuntando para abajo, el mentón para arriba, las cejas en alerta máxima, las arrugas del cuello en posición de ataque; serio y, probablemente, preocupado. Le conté mis inseguridades de padre primerizo y de la necesidad de ser coherente, de querer ser, para Mateo, un papá bueno. Su mano en mi hombro y el brindis con esos gruesos vasos fríos fue un pacto de hermandad que sellamos sin otro alarde que nuestra mirada turbia. No te preocupes, me dijo, ese gurí nunca estará solo y será siempre muy feliz. Para ayudarlo, agregó, lo haré de Nacional, con esto, por
más macanas que hagamos vos o yo, lo mantendremos a salvo. Y su rostro estalló en una carcajada que retumbó por los arrabales de la Ciudad Vieja, aquella noche
fría en la que Uruguay comenzó a entrarme por el alma y a incrustarse para siempre en mi corazón.
Desde entonces, compartí con Hugo intercambios, encuentros, relatos, preocupaciones, lecturas y algunos pocos, pero imprescindibles, sueños de justicia e igualdad. Como no le gustaba mucho el correo electrónico, cada tanto me llamaba o me hacía llegar sus cartas escritas con letra de maestro, más de una vez, en tinta de lapicera fuente.
La promesa de proteger a mi hijo, haciéndolo hincha de Nacional, estuvo lejos de ser una broma pasajera. Recuerdo que el 11 de noviembre de ese mismo año, en 1997, a las cuatro de la tarde, llamó por teléfono a mi casa, en Río de Janeiro, para saber cuándo nacería Mateo. Su llamada cayó en el momento más inoportuno para mi y más oportuno para él. Nervioso, le dije que Andrea, mi compañera, acababa de romper la bolsa y teníamos que salir corriendo para la Clínica. Hugo me pidió calma, garantizó que el niño iba a esperar que llegáramos a la maternidad y, como si ese fuera el principal problema de la jornada, dijo estar muy triste porque la Secretaría del Club estaría cerrada y no iba a llegar, ese mismo día, a hacerlo socio.
La tradición manda hacer socios a los hijos el día de su nacimiento, comentó apesadumbrado. A la distancia intuí su rostro serio y riguroso, fruncido para arriba y para abajo, cuando me preguntó si no había ningún canalla que hubiera prometido hacerlo socio de Peñarol ese mismo día. Me pidió que no lo traicionara, que eso era muy importante para él. Le dije que por supuesto que no lo “traicionaría” y le reiteré que me estaba muriendo de miedo porque las contracciones de Andrea eran cada vez más intensas, razón por la cual podríamos discutir sobre ese asunto en otro momento. Al día siguiente, el 12 de noviembre, Hugo hizo socio del Club Nacional de Football a Mateo. Cuando supo que, finalmente, el trabajo de parto fue mucho más lento que lo esperado y el nacimiento se produjo el mismo día 12, vibrando de felicidad comenzó a cantar el himno de su equipo amado...
“hoy yo quiero cuadro mío tu bandera, ver flameando mientras yo
pierdo la voz… cuando apenas daba mis primeros pasos y tu nombre
no sabía pronunciar, tus colores se metieron en mi alma, para
siempre mi querido Nacional”.
¿Conocés al Canario Luna?, me preguntó entre estrofa y estrofa. Yo canto como él, dijo, porque canto con el corazón. Y con esa graciosa seriedad que iluminaba su rostro, aseguró que sabía que Mateo, no lo iba a defraudar.
A lo largo de todos los años que pasaron desde aquel día, cada vez que nos encontrábamos, Hugo traía un paquete de correspondencia para Mateo. Eran las cartas del Club que le llegaban a su casa, residencia declarada del nuevo socio. Él las guardaba como si fueran las de un soldado que había partido a una lejana y eterna batalla. Aquí tiene, me decía ceremonioso, llévele a su hijo, para que sepa
que en Montevideo nunca estará solo.
Es que a Hugo, la soledad le preocupaba, le carcomía el alma y, a veces, lo atormentaba. No la suya, ciertamente. Sino la de los niños y niñas, la de los jóvenes del Instituto Nacional del Menor, donde trabajó los últimos 15 años de su vida. Decía que hay que respetar la soledad, pero que la de los niños y las niñas abandonados, humillados en su dignidad por la negación más elemental de sus
derechos, debía ser desterrada, despojada. Y que, por eso, era maestro: para luchar contra la soledad y el abandono.
A Hugo era imposible no quererlo.
Creo que buena parte de lo que aprendí sobre la educación se lo debo nuestras caminatas, de madrugada, y siempre muertos de frío, por la Avenida 18 de Julio, o en las furtivas escapadas al Mercado del Puerto, huyendo de aburridos congresos sindicales o de no tan heroicas jornadas de lucha, para brindar por motivos imprescindibles con una interminable sucesión de medio y medio en Roldós,
comiendo sanguchitos de miga que él, con grandilocuencia oriental, llamaba “olímpicos”.
A Hugo lo extrañé siempre, desde el primer día que lo conocí. La última vez que lo vi fue hace unos pocos meses, en el histórico Instituto Crandon. Llegó mientras daba mi conferencia en un auditorio repleto. Entró discreto, abrigado en su bufanda marrón. Se sentó a un costado. Es el Maestro Hugo Rodríguez, escuché que decían dos profesoras. Hugo despertaba el respeto
que despiertan los que se ganan la vida jugándoselas por los otros. Cuando terminó mi charla, nos encerramos unos minutos en la Secretaría del Instituto, solos. Es curioso, pero no recuerdo muy bien de qué conversamos. Creo que me dijo estar preocupado porque yo no había estado bien de salud; que lamentaba que el Jueves 5 ya no fuera el bar que había sido, aunque él ya no pudiera tomar más whisky; que no teníamos que perder la garra ni las esperanzas, aunque nuestros gobiernos populares a veces tropezaran, o cosas por el estilo. No recuerdo muy bien de qué hablamos, aunque su tono de voz retumba en mi cabeza como una melodía dulce y cariñosa. No recuerdo muy bien de qué hablamos, pero recuerdo el calor de su mano curtida, cuando bajamos juntos, del brazo, las escalinatas del Crandon para despedirnos, esa mañana de sol y bruma triste, en la Montevideo que Hugo me enseñó a querer y a la que siempre me obligará a regresar.
Nos saludamos desde lejos, mientras él se iba caminando por la Avenida 8 de Octubre, abrigado en su bufanda marrón y diciéndome con los ojos brillantes, dale, volvé, volvé…
Pablo Gentili
28 de agosto de 2011
Con Hugo
Maestro Hugo Rodríguez
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- Categoría de nivel principal o raíz: Frente Amplio
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