Alexis Capobianco Vieyto
(Tomado de https://kalewche.com)

El golpe del 73: ¿solo una cuestión del pasado?

El 27 de junio de 2023 se cumplieron 50 años de un golpe cuyas consecuencias no dejan de estar presentes a nivel ideológico, político y social en el Uruguay de hoy. La consigna nunca máses compartida por la mayor parte de la población, aunque desde una perspectiva marxista y socialista sabemos que esa aspiración solo se podrá realizar plenamente cuando se hayan concretado una serie de transformaciones radicales, que hoy no están planteadas ni en las ideas ni en los discursos de la mayor parte del espectro político. Tampoco son ideas que constituyan hoy un «sentido común» de amplios segmentos de la clase trabajadora y sectores populares. Ese nunca más solo podrá ser concretado, a nuestro juicio, en la medida que se realicen, precisamente, las ideas por las que miles de uruguayos fueron encarcelados, asesinados o desaparecidos, la mayoría absoluta de los cuales –con muchas diferencias puntuales y por diferentes caminos– apuntaban a un horizonte socialista, una sociedad sin explotados ni explotadores.

La dictadura no fue producto de una supuesta «guerra» entre dos bandos (de hecho, la guerrilla estaba desarticulada en 1972), ni fue la obra conspirativa de unos militares que se impusieron al conjunto de la “sociedad civil”, ni tampoco un fenómeno aislado de un contexto regional e internacional más amplio. Las estructuras militares cumplieron un papel fundamental, pero el golpe fue impulsado y sostenido por la oligarquía capitalista local y por el imperialismo estadounidense. Fue una dictadura abierta y descarada de los sectores más reaccionarios de la clase dominante, que buscaban detener el ascenso político de la clase trabajadora y de la izquierda, y también profundizar la imposición de un modelo que, a la larga, terminaría siendo llamado neoliberal, pero cuyas raíces y antecedentes los encontramos en el gobierno de coalición (1958-1962) de Luis Alberto de Herrera del Partido Nacional (bisabuelo del actual presidente, Luis Lacalle Pou) y Benito Nardone, un montevideano devenido en dirigente ruralista y colaborador de la CIA. Es en ese gobierno que se firma la primera carta de intención con el FMI, y se pone fin al modelo de industrialización por sustitución de importaciones impulsado por el neobatllismo. Se impondrá un modelo liberalizador, volcado a la exportación de materias primas, que recortaba derechos laborales y buscaba una redistribución regresiva del ingreso; modelo que será perpetuado por los gobiernos de los presidentes Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry, electos por el Partido Colorado, quienes lograron la unión del riverismo (de posiciones históricamente conservadoras) y de sectores del batllismo cada vez más volcados a la derecha, que fueron dejando de lado las ideas progresistas del batllismo original. Otros sectores del batllismo se volcarán a la izquierda, y terminarán confluyendo con el Partido Comunista, el Partido Socialista y otras fuerzas de izquierda y progresistas en la conformación del Frente Amplio. Pacheco y Bordaberry, con la anuencia del herrerismo y los sectores más reaccionarios del espectro político, llevarán adelante una escalada represiva que culminará en el golpe de estado. Tras el golpe, ese modelo no hará más que profundizarse, transformándonos en un país más dependiente y recortando drásticamente los ingresos de la clase trabajadora. La dictadura hizo posible la aplicación de toda una serie de políticas que difícilmente se hubieran concretado mientras existiera un mínimo marco de libertad. Recuperada la democracia, los gobiernos de Julio María Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle (padre del actual presidente) y Jorge Batlle no harán más que acompañar el despliegue del neoliberalismo –al decir de Perry Anderson–, con algunas diferencias puntuales, pero con una orientación privatizadora y liberalizadora de la economía, desreguladora del mercado laboral.

En 2005, llega al gobierno el Frente Amplio, coalición de sectores progresistas y de izquierda que ganarán dos elecciones más, manteniéndose en el gobierno hasta el año 2020. El primer presidente electo por esta fuerza, Tabaré Vázquez, solía prometer en sus discursos “hacer temblar las raíces de los árboles”, aludiendo claramente a cambios radicales. ¿Pero se avanzó en la concreción de esa promesa? Sin duda, hubo una serie de cambios significativos en muchos aspectos, que permitieron avances importantes en derechos, como la reinstauración de los consejos de salarios, leyes de negociación colectiva y de protección a la actividad sindical, ocho horas para los trabajadores rurales, despenalización del aborto, matrimonio igualitario, legalización de la venta de cannabis, etc. También hubo aumentos significativos del presupuesto en educación y salud. En relación a la dictadura, se habilitó el procesamiento de los implicados en las violaciones de los derechos humanos, se buscaron restos de desaparecidos en los predios militares y donde pudo haber habido –según información confiable– fosas clandestinas, se impulsó la investigación histórica sobre el pasado reciente y hubo un reconocimiento explícito de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el estado. Pero estos procesos no estuvieron exentos de contradicciones. Las cárceles a las que fueron los violadores de los DD.HH. no eran cárceles comunes, sino preparadas especialmente en predios militares (en condiciones que muchos entienden de privilegio) por unas FF.AA. que nunca realizaron una autocrítica, y que siguen defendiendo en forma más o menos abierta su actuación durante la dictadura. A su vez, algunas figuras muy relevantes del Frente Amplio, como el expresidente José Mujica, insistían en visiones históricas que presuponían que la dictadura fue producto de una «guerra» (como si no hubiera crímenes de guerra), y que se debía dar prisión domiciliaria a los mayores de determinada edad por cuestiones humanitarias. Y no fueron pocos los obstáculos que denunciaron las organizaciones de derechos humanos –como Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos– a la investigación de las violaciones de los derechos humanos por parte de otras figuras muy cercanas al expresidente.

Pero llegados a este punto, parece ya bastante claro que nunca se concretaron modificaciones radicales en los 15 años de gobiernos progresistas. Hubo cambios relevantes que permitieron avances en derechos, en materia de democratización, pero las estructuras caracterizadas por una muy alta concentración de la riqueza en pocas manos, y por la subordinación y dependencia en la división internacional del trabajo, no fueron modificadas.1 Dicho de otra forma, no se afectaron los intereses de la oligarquía capitalista ni se modificaron las estructuras de dependencia. Se impulsó fuertemente la inversión extranjera directa, sin ningún tipo de condicionamiento y con grandes exoneraciones impositivas, a la vez que la tierra siguió su proceso de concentración y extranjerización. El modelo no dejó de ser dependiente, extractivista y primario-exportador. Se llevaron adelante políticas que mejoraron el ingreso de importantes sectores populares y permitieron una cierta redistribución que benefició, por un tiempo, a una parte significativa de la clase trabajadora. Pero una política de este tipo, que no atiende a las causas más profundas de las desigualdades existentes en nuestros países periféricos, tiene fuerte limitaciones, y estas últimas empezaron a emerger cuando las condiciones de exportación de las materias primas ya no fueron tan favorables, hacia mediados de la década anterior. Pronto aparecieron en el horizonte políticas de ajuste, que no se propusieron afectar a los grandes intereses oligárquicos, sino a sectores de la clase trabajadora y capas medias. La diferencia sustantiva era que, mientras la derecha promovía un ajuste duro y repentino, los sectores del progresismo hegemónico impulsaban un ajuste más blando y progresivo. A principios de siglo XXI, en pleno auge de las commodities, predominó en estos sectores progresistas la idea de que habíamos entrado en una senda de crecimiento que permitiría transformarnos en una economía desarrollada e ingresar en el tan ansiado “Primer Mundo”. Habíamos superado la crisis “estructural” de la que hablaba la izquierda, sobre todo en los sesenta y setenta. Pero pronto se demostró que esa idea de un ingreso triunfal al “Primer Mundo” no era más que otra quimera, y que el «crecimiento» no implicaba la superación de la crisis estructural propia de nuestro capitalismo dependiente. Es más, la crisis de 2008 demostraría claramente lo que algunos ya decían hacía tiempo: el capitalismo actual vive una en crisis estructural permanente no solo a nivel de las periferias, sino a nivel global. Y esa crisis no es solo económica, sino mucho más profunda. Abarca todos los aspectos de la vida humana y afecta profundamente a la naturaleza.

Para los sectores de izquierda que hablaban de una crisis estructural del capitalismo en los sesenta y setenta, el camino para superarla era el socialismo. Hoy, el capitalismo está en una crisis tal vez más profunda que en aquel entonces, su grado de destructividad respecto a la naturaleza no ha dejado de aumentar, y el nivel de explotación y precariedad laboral también. Las denominadas condiciones objetivas para los procesos revolucionarios no dejan de estar presentes. De hecho, tienden a agudizarse. Pero el gran problema de nuestro tiempo se ubica en el terreno ideológico, a nivel de la subjetividad. Ahí es donde el capitalismo ha perfeccionado sus herramientas. Ese es el ámbito donde ha ganado más batallas. El camino parece ser hoy, y tal vez con más urgencia, el socialismo. La otra opción es la perpetuación de la barbarie. Aunque el socialismo del futuro deberá ser en muchos aspectos diferente –en otros, similar– a como se lo había imaginado hace cincuenta años. En este sentido, la caída de los llamados socialismos reales debería habernos dejado algunas enseñanzas. Sin embargo, lo dramático de la escena contemporánea es que, en medio de un capitalismo más depredador que nunca, potencialmente suicida, el socialismo está fuera de las grandes agendas políticas.

La teoría instrumental del estado, los micropoderes y el problema del carácter represivo del poder

Pero el objetivo principal de este artículo no es detenerse en aspectos históricos, los que ya han sido estudiados en forma profunda y desde diversas perspectivas, sino reflexionar sobre el golpe del 73 en relación con algunas ideas que han predominado en los últimos años, y que constituyen parte del ambiente cultural hoy reinante. Lo que podríamos llamar las tendencias hegemónicas a nivel intelectual.

Se ha extendido una crítica a lo que se entiende como una concepción reduccionista del estado en algunas tendencias del marxismo, sobre todo en la llamada “teoría instrumentalista del estado”. La crítica tiene sus raíces en autores como Nikos Poulantzas, y plantea algunos elementos que pueden ser correctos, pero que, absolutizada, conduce a visiones que nos llevan a otro tipo de errores, opuestos a los que se quieren superar. Si a veces se cayó en una perspectiva muy reduccionista, y hasta conspirativa respecto del estado, la crítica a la teoría instrumentalista nos puede hacer caer en otro tipo de reduccionismo, y también en una negación de determinados aspectos que –a la luz de determinados hechos históricos– parecen evidentes. En este sentido, el golpe en Uruguay y otros países de América Latina nos aportan fuertes elementos confirmatorios del carácter instrumental de los estados, que pueden haber ampliado sus funciones y que no son ajenos a las correlaciones de fuerza de la lucha de clases, pero que no por eso dejan de ser una herramienta fundamental para la reproducción de la ideología y los intereses de la clase dominante. Las fuerzas armadas y policiales fueron actores fundamentales de los golpes y dictaduras, y, tras la recuperación de las democracias en Latinoamérica, no han dejado de actuar como un instrumento crucial de la imposición de las políticas privatizadoras y de ajuste casi permanente. No se puede negar que hubo en el pasado sectores de las FF.AA. que se acercaron a los intereses populares, figuras que se transformaron en firmes defensores de la democracia o incluso en militantes revolucionarios. Muchos militares y policías, tanto oficiales como subalternos, fueron presos y torturados en nuestro país por oponerse a la dictadura o militar en organizaciones de izquierda. Así y todo, es claro que esos sectores no eran los predominantes, y que hoy las posibles contradicciones internas son o parecen ser mucho menores. ¿No vemos acaso esta característica de instrumento de la clase dominante en su accionar contra los grandes levantamientos populares recientes, como los que hubo en Ecuador, Chile, Colombia o Perú? Negar el carácter instrumental, en nombre de una concepción más «compleja», no solo le quita un aspecto fundamental a la complejidad objetiva de los estados, sino que parece a esta altura una negación de lo que ya contamos con muchas y muy claras pruebas históricas, algunas particularmente dolorosas, como fue el caso del golpe en Chile contra Salvador Allende, quien cuestionaba precisamente ese aspecto de la teoría marxista del estado para el caso chileno (el putch pinochetista también cumplirá cincuenta años este 2023, en septiembre).

En muchos países, la oficialidad de las fuerzas armadas tiene características de estamento privilegiado, claramente diferenciado del resto del funcionariado público. Además de los altos salarios, los oficiales uruguayos tienen un sistema de jubilaciones a muy temprana edad y de privilegio. Y han continuado reproduciendo «endogámicamente» su visión de la historia merced a una formación profesional que está bajo el estricto control de las Fuerzas Armadas, constituyendo un gueto independiente del resto del sistema de educación pública. Los altos salarios les han permitido, en muchos casos, acumular capital y transformarse en empresarios. En Uruguay, además, es claro, más que en otros países de América Latina (dado su pequeño tamaño en relación a sus vecinos y potenciales agresores, Brasil y Argentina), que su función no es defender al país de un «ataque exterior», sino mantener el «orden interno», actuar preventivamente contra todo intento de transformación radical que ponga en cuestión las estructuras socioeconómicas. Son una amenaza que pende constantemente sobre la democracia –aun la limitada democracia que tenemos en las sociedades capitalistas– porque forman parte de lo que podemos llamar la constelación de poder oligárquico: por ideología, por vínculos personales y, a veces, por pertenencia de clase (especialmente al nivel de la alta oficialidad).

Muchas veces se plantea que sería muy difícil realizar transformaciones que apunten al desmantelamiento de los aparatos represivos, y es innegable que existen dificultades muy profundas (de correlación de fuerzas y otras). Pero las teorías que niegan la íntima conexión entre los aparatos represivos y los intereses de la clase dominante implican cierta ceguera, y otra dificultad a superar. Porque estas visiones generan condiciones favorables, desde el punto de vista ideológico, para la perpetuación de esos aparatos represivos como garantes últimos del orden oligárquico.

Esta visión se la puede relacionar con otro error teórico: la idea de que el neoliberalismo supone una «retirada del estado», y que las políticas progresistas suponen su «regreso». Pero el estado no es un ave fénix que haya renacido de sus cenizas tras el vendaval neoliberal. Como dice Ariel Petruccelli en su ya citado artículo: “el estado nunca regresó porque nunca se fue a ninguna parte”. El estado fue fundamental para imponer las dictaduras y evitar el ascenso de las luchas populares que podían haber desembocado en procesos de transformación revolucionaria; también ha resultado esencial para la perpetuación –y a menudo la profundización– del modelo neoliberal durante la posdictadura, como hemos señalado en el párrafo anterior.

El estado nacional, el Leviatán moderno, no es algo opuesto y excluyente respecto al mercado. No es su enemigo irreconciliable. Por el contrario, el capitalismo, para desarrollarse, consolidarse y perpetuarse necesita de maquinarias estatales. Las ideas neoliberales o libertarianas crean una ilusión ideológica, una falsa conciencia en sentido estricto. Los libertarianos afirman que ellos están contra el estado, pero cuando ellos hablan de “estado” están pensando mayormente en legislación laboral o ambiental protectora, o en empresas públicas, o en servicios sociales básicos (salud, educación, etc.) que el estado brinda cuando es menester, pero que privatiza cuando es ventajoso para la acumulación del capital. Los libertarianos jamás cuestionan al estado como garante de la propiedad privada, ni sus funciones represivas. El llamado neoliberalismo, lejos de debilitar el Leviatán, lo ha fortalecido. Y hoy sabemos que ese monstruo bíblico evocado metafóricamente por Hobbes no es un árbitro neutral entre diferentes individuos, sino que responde a la clase dominante.

Tampoco parecen dar cuenta de aspectos fundamentales de procesos como los golpes de estado y las dictaduras en Uruguay y América Latina teorizaciones como las foucaultianas, basadas en micropoderes difusos, no centralizados, circulantes y que tienden a invertirse.2 La dictadura uruguaya fue precedida de una fuerte concentración económica y del poder político a nivel del Ejecutivo. La coordinación represiva llamada Plan Cóndor nos habla incluso de una tendencia centralizadora a nivel regional, estimulada y asistida, además, por ese gran poder centrípeto a nivel global en que se transformaron los EE.UU., hegemón mundial, político y militar, que impondría en esos años su moneda nacional como divisa de cambio internacional desligada del patrón oro. Podemos constatar tanto estructuras de larga duración cada vez más centralizadas, como familias que se repiten a lo largo de la historia en la concentración del poder económico y en el ejercicio del poder político. La dictadura, a su vez, consolidó los poderes económicos de la vieja oligarquía, cada vez más entremezclada en sus intereses con el imperialismo. Ese poder nunca «circuló», ni se «invirtió», ni siquiera en la era progresista. A lo sumo, otros sectores llegaron al gobierno, y no los representantes políticos de la oligarquía, pero fueron tolerados mientras no tocaran las estructuras fundamentales de nuestro capitalismo periférico, que son también estructuras de poder económico y social.

También es innegable el carácter fuertemente represivo de esos poderes, destructor tanto de «fuerzas productivas» como a nivel científico y cultural. Sin duda, todo poder es productivo, pero esa productividad no excluye un carácter negativo, represivo. Y en el caso de la dictadura uruguaya, y de América Latina en general, su carácter fue probablemente más represivo que productivo.3 En Uruguay acabaron encarcelados o empujados al exilio los principales académicos y artistas, la censura se transformó en omnipresente y el temor promovió la autocensura. Implicó un quiebre cultural, y a nivel de las formas de subjetivación; un quiebre que tal vez nunca se pudo recomponer del todo. El debate intelectual público fue clausurado y el desarrollo de la universidad y la investigación también. Mucho quedó en el orden de lo «no dicho», que a veces condujo a que no hubiera una comunicación fluida entre generaciones, produciéndose una ruptura en la transmisión de la memoria colectiva. En este sentido, parecen más adecuados para entender los procesos que desembocaron en el golpe –y también las consecuencias de la dictadura– conceptos desarrollados por los intentos de síntesis de marxismo y psicoanálisis, como el de personalidad autoritaria, propuesto por intelectuales como Wilhelm Reich, Erich Fromm y algunos miembros de la escuela de Frankfurt, criticados precisamente desde las perspectivas foucaultianas, aunque haya también limitaciones en esos conceptos, o elementos que eran muy coyunturales. Pero el “miedo a la libertad” no parece sólo un problema de la Alemania de principios del siglo XX. Por el contrario, probablemente uno de los efectos más importantes en el largo plazo de la dictadura fue fortalecer las tendencias autoritarias, individualistas extremas y otros fenómenos conexos, como mayores tendencias a la resignación, a la subordinación acrítica a la autoridad y al desencanto en sectores importantes de la población. Esto último se puede relacionar con una red de micropoderes difusos que permean toda la sociedad, pero no como un fenómeno ajeno o escindido respecto a los macropoderes centralizados, sino como aspectos diferentes de procesos que se encuentran interrelacionados y que se retroalimentan entre sí.

El consenso político postdictadura

El consenso político que se terminó consolidando tras la dictadura tampoco es ajeno al terrorismo de estado. No existe una hegemonía desligada de las clases sociales ni de la coerción. En un nivel más o menos consciente, la dictadura y su política terrorista actuaron como fundantes del consenso ideológico que, a la larga, terminó predominando tras la recuperación de la democracia: marcó sus límites, delimitó lo que se podía hacer y, sobre todo, lo que no se podía hacer, y hasta lo que se podía decir y lo que no. Si bien en los últimos años de la dictadura y en los primeros años de la restauración democrática se retomaron consignas e ideas programáticas que tenían una fuerte línea de continuidad con aquellas que se habían promovido antes del golpe, determinados procesos históricos, como la confirmación de la ley de impunidad o la caída del socialismo real, operaron para que predominaran en el campo popular las ideas que apostaban a cambios menos profundos. Dicho de otra forma: esos hechos posteriores reforzaron los efectos de la dictadura. Los programas, y hasta toda la terminología revolucionaria, fueron siendo progresivamente dejados de lado. Conceptos como clases sociales, imperialismo, oligarquía o revolución fueron desapareciendo del léxico político de la izquierda. Otros términos vendrían a ocupar su lugar. Ya muchos dejarían de hablar de clase trabajadora y empezarían a hablar de vulnerables, otro concepto en boga. La lucha contra la explotación de unos seres humanos por otros sería sustituida por las “políticas de inclusión”, pero sin cuestionar –la mayoría de las veces– la maquinaria que constantemente produce y reproduce la exclusión. El “imperialismo” y la “oligarquía” pasarían, como términos, a un Index no declarado. El “fin de la historia” y la ofensiva ideológica y política de las clases dominantes a nivel mundial y local reforzarían el pesimismo a nivel popular, lo que algunos autores –como el Italiano Diego Fusaro– llaman, con ecos spinozianos, “pasiones tristes”: desencanto, cinismo, resignación… A su vez, el abandono de determinados conceptos y de un lenguaje propio también favorecen, a nivel ideológico, la naturalización y fatalización4 de lo existente, lo que refuerza las profecías autocumplidas de que “no se pueden cambiar las cosas” o que “no hay alternativas”. Son, sin duda, fenómenos mundiales: el desencanto y la resignación no son solo uruguayos o latinoamericanos. Por el contrario, América Latina es tal vez una de las regiones que han llevado adelante luchas más profundas desde la década del 90. Pero está claro que también existen –o terminan imponiéndose– limitaciones en esas luchas, que el cuestionamiento radical no ha llegado a concretarse en transformaciones de carácter revolucionario. Y esas limitaciones no parecen ser ajenas a esa espada de Damocles que pende sobre nosotros, a ese terror fundante del actual consenso ideológico, sin que este sea una causa única. Tal vez en Chile es donde podemos ver más claramente este tipo de fenómeno, en el contraste entre el gran impulso revolucionario que se expresó en las movilizaciones del 2019 y los límites que terminaron imponiéndose posteriormente a esa voluntad transformadora colectiva.

Tampoco el clima cultural del relativismo posmoderno (o relativismos radicales sucedáneos) produce la mejor atmósfera para afrontar ese pasado desde una perspectiva crítica radical. Cada vez es más generalizado el uso de un término como “relato”, y no solo en el ámbito académico, sino también a nivel popular, el cual tiene una fuerte carga subjetivista. Todo parece transformarse en una lucha entre visiones diferentes, donde la verdad histórica se disuelve, o es considerada una “construcción” que no puede aspirar a ningún grado de objetividad. Si bien cuando se abordan problemáticas como el golpe o la dictadura se asume que no todo se trata de “interpretaciones”, ni de una simple contraposición de discursos, la atmósfera relativista no deja de estar presente, consolidando un sentido común para el cual el estudio de la sociedad en general, y del pasado en particular, no puede trascender determinados límites subjetivos. Pero la tortura, los asesinatos, las desapariciones, la redistribución regresiva del ingreso, la supresión de la constitución y las libertades, etc., no son meros relatos o interpretaciones. Son hechos innegables, que constituyen elementos insoslayables de la verdad histórica. Una verdad histórica que debemos transformar en memoria colectiva.

Tampoco la memoria corre con la mejor suerte en el mundo actual. Los discursos predominantes a nivel educativo hacen de la memoria anatema, confundiéndola con memorización mecánica (mientras nos dicen, al mismo tiempo, que ya no es necesario su ejercicio, porque “todo está disponible en la red”). No entienden que se trata de una capacidad que se ejercita, no la simple asimilación y acumulación de datos inconexos. Cada vez que recordamos el golpe del 73 u otro suceso histórico, ya sea por una efeméride o por determinados hechos políticos que nos hablan de que hay muchas continuidades entre nuestro presente y el pasado, la memoria aparece como una necesidad prioritaria, como elemento imprescindible para que el nunca más sea algo más que una simple aspiración.

Uno de los efectos más problemáticos de ese consenso ideológico postdictadura es que la discusión sobre la democracia, sobre qué es y a qué tipo de democracia aspiramos, quedó en gran medida cancelado. Todo posible señalamiento de los límites de la democracia es percibido, por un cierto sentido común muy extendido, como un ataque a La Democracia, la única posible: la representativa y liberal. Pero esta ausencia de debate, o su marginalización, impide preguntarse sobre las causas más profundas que llevaron a la dictadura, y que siguen operando en el presente. ¿Es posible una democracia sólida mientras siga existiendo una oligarquía que solo acepta esa democracia mientras no afecte sus intereses? La denominada tradición republicana ya ha señalado, hace mucho, la contradicción entre las minorías privilegiadas que concentran la propiedad y la riqueza, y la existencia de la república. Porque la oligarquía constituye un poder que pone en peligro constantemente el orden republicano y democrático. Toda la historia latinoamericana es un elocuente testimonio de esa contradicción entre oligarquía, por un lado, y república democrática, por otro. Y aunque las oligarquías y sus representantes políticos hablen casi siempre en términos de libertad, república y democracia, su práctica las ha negado una y otra vez.

Entre aquellos que protagonizaron las luchas de los sesenta y setenta, como los mártires estudiantiles o aquellos trabajadores que llevaron adelante la heroica huelga general contra el golpe de estado, o los que militaron después en la clandestinidad por la recuperación de la democracia, predominaban ideas muy diferentes a las del actual consenso ideológico. Para ellos, la historia estaba abierta y el horizonte revolucionario y socialista era una aspiración ampliamente compartida. Hoy vivimos momentos en que, para la mayoría del espectro político, no existen alternativas al capitalismo. Se ha impuesto un supuesto «realismo» político, que no es más que la aceptación resignada de la realidad, la “fatalización” de lo existente, aunque el capitalismo vive una crisis cada vez más profunda, y sus posibles efectos a nivel ambiental ponen en serio riesgo nuestras condiciones de vida como especie. Recordar las luchas del pasado, pues, nos interpela. Ellos fueron derrotados en su momento, pero esa derrota no era vista como un punto final, como algo definitivo. El discurso final de Salvador Allende reflejaba un espíritu muy diferente: “Más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pasa el hombre libre”. Recuperar ese espíritu revolucionario, ese deseo de emancipación, en forma reflexiva y crítica, y no solo en una forma pasional y dogmática, es fundamental para que el nunca más se concrete en forma más profunda, yendo a las causas que hicieron posibles los horrores del pasado y rompiendo con el consenso ideológico que impide transformaciones más que necesarias.

Alexis Capobianco Vieyto

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NOTAS

1 En este sentido, no ha habido diferencias sustantivas con respecto a las características de otros procesos progresistas, como las que nuestro compañero Ariel Petruccelli señala en Argentina: “En lo que va del siglo XXI, principalmente durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, se han hecho grandes avances en materia de derechos humanos, así como en el esclarecimiento de muchos hechos del pasado reciente y la condena de muchos criminales de lesa humanidad. En este terreno podemos decir que la Argentina democrática ha comenzado a saldar sus deudas con la dictadura. Sin embargo, sigo convencido de que los fundamentos socioeconómicos legados por el Proceso permanecen en pie. Si bien han sufrido obvias modificaciones, por lo que sería errado decir que permanecen inalterados, la actual Argentina sojero-minera sigue teniendo una estructura económica con muchos más puntos de contacto con el modelo neoliberal que con la vieja Argentina cuasi-industrial”. Ariel Petruccelli, “Repensar el 24 de marzo. Apuntes para refrescar la memoria y entender la historia”, en Kalewche, 26 de marzo de 2024, disponible en https://kalewche.com/repensar-el-24-de-marzo-apuntes-para-refrescar-la-memoria-y-entender-la-historia.

2 Gran parte de estas reflexiones se basan en las críticas de Mauricio Lazzarato a las concepciones foucaultianas, quien sostiene en su obra más reciente: “En el imperialismo del dólar, la multiplicidad y la diversidad productiva no se oponen a su centralización en los monopolios, la multiplicidad de centros de poder no se opone a la centralización del ejecutivo, la multiplicidad de técnicas de gobierno y control de las clase e, incluso, de la población, no se opone a la soberanía, tanto económica como estatal. Es la gran diferencia con el análisis del poder de Foucault que opone los dos procesos, como si uno expulsara al otro. Por el contrario, son simultáneos y coexisten. La centralización significa, ante todo, la concentración del control y del poder de decisión sobre el valor, no necesariamente sobre sus fuentes; o, mejor aún, la concentración de las producciones estratégicas y de alto contenido de valor, y descentralización de producciones de baja intensidad de valor, donde el ‘trabajador’ puede ser pomposamente definido como un ‘empresario de sí mismo’ (…) Captar solo un aspecto, ver solamente la descentralización omnipresente, la difusión horizontal de dispositivos y técnicas, significa identificar poder y capitalismo con la ‘gobernanza’, la ‘complejidad’, la ‘gubernamentalidad’, es decir con la ideología ‘posmoderna’ del imperialismo del dólar que enmascara el funcionamiento de la oligarquía”. Mauricio Lazzarato, El imperialismo del dólar, Bs. As., Tinta y Limón, 2023, pp. 120-121.

3 Acá también Lazzarato plantea una crítica profunda a las visiones foucaultianas: “Foucault hace que la función del poder (incluso económico) sea absolutamente positiva precisamente cuando la hegemonía de la renta es un síntoma de que la energía ‘revolucionaria’ (Marx), la función productiva del capital, si alguna vez existió, se está agotando. No en el sentido de que la producción desaparezca: es evidente que el aumento de la producción y de la productividad es vertiginoso. Pero también es vertiginosa la destrucción que acompaña a este ‘crecimiento’ (…) ‘De ser progresista el capitalismo se ha vuelto reaccionario’, decía Lenin ya en 1915. (…) Por lo tanto, el poder negativo del poder, crece proporcionalmente a la función positiva, productiva, del poder mismo. Las primeras víctimas de esta concepción positiva del poder que va en contra de su ejercicio real son las guerras y las luchas de clases, consideradas expresiones de un ‘negativo’ ya superado. Por otro lado, lo negativo, tanto de la lucha de clases como de la destrucción que produce el capital, corroe continua y obstinadamente lo positivo desde adentro, proceso que termina en la guerra”. Ibid., pp. 84-85.

4 Concepto también planteado por Diego Fusaro, Antonio Gramsci. La pasión de estar en el mundo, Madrid, Siglo XXI, 2018.