Entrevista a Pablo Messina*
"Recuperar la discusión teórica y la ofensiva programática son dos elementos centrales para evitar la asimilación del pensamiento dominante."
Tomado de Hemisfrio Izquierdo
12 May 2017

1) Desde Hemisferio Izquierdo pensamos que la izquierda hace tiempo descansa en un estadio de "orfandad estratégica", lo que lleva a reproducir esquemas pensados para otro tiempo o directamente a adaptarse cómodamente a la agenda de los think tank del capital. ¿Comparte este diagnóstico? ¿Qué elementos podrían estar detrás de esta situación?

 PM: Si por estrategia se entiende la planificación general del proceso de acumulación de fuerzas, así como el encuadre que relaciona el aquí y ahora de nuestra coyuntura y la concreción de los objetivos planteados para dicha etapa, la “orfandad estratégica” es sin dudas uno de los tantos signos de época. De hecho, la negación del sentimiento histórico, la vida en torno a un “tic-tac” efímero, sin pasado ni futuro, como características centrales del posmodernismo, tienen como correlato innegable la “desaparición” de la acción estratégica. Tan así que una parte de la izquierda entiende que todo proyecto, por ende toda estrategia, es intrínsecamente autoritaria, confiando en una suerte de “espontaneísmo popular”. De esta forma, la política deja de tener necesidad de ser planificada, de analizar etapas, de ubicar crisis y oportunidades, momentos propios para la ofensiva y para la retaguardia y el “hacer-hacer” se come la cancha, deambulando entre el voluntarismo y la gestión. La “acción estratégica” queda relegada a la “acción por la acción”.

De todas formas, la acción estratégica no es monopolio de la izquierda y a la derecha criolla le cabe cierta orfandad también. Tras la crisis del 2002, la derecha obtuvo como saldo una crisis de legitimidad y de representación terribles. Una derecha lúcida debería haberse planteado la superación de estos dos problemas. En ese sentido, las usinas de pensamiento del capital y los medios de comunicación fueron horadando al progresismo y dotando de legitimidad a la ideología dominante. No en vano, hoy las encuestas de opinión en Uruguay ubican, a la (in)seguridad y la educación como los principales problemas que azotan al país excluyendo del podio a la desigualdad, la dependencia, la depredación ambiental o el retorno “blando” de los golpes de Estado en la región. Pero, la derecha no ha logrado superar la crisis de representación. Bordaberry acaba de colgar los botines, Lacalle Pou aún no ha podido, Novick se para -como lo hizo Macri- por fuera del establishment para intentar hacer lo suyo y las cámaras patronales organizan una confederación para la ofensiva programática (porque no encuentran un representante claro en lo político partidario). El problema es que en la medida que el status quo tiende a perpetuarse, que el capitalismo engendra más capitalismo, la derecha sin encuadre estratégico será más o menos débil, pero corre con el caballo del comisario.

 Para la izquierda, que debe proponerse superar el orden actual de cosas, que no puede permitirse la reproducción sistémica en sus mismas bases, en el encuadre estratégico se le va la vida. El abandono de la “política como arte estratégico”, como decía Bensaïd, implica que el protagonismo siempre será ajeno, ya sea porque se adopte la agenda del capital o porque, manteniéndose en resistencia pero sin capacidad de incidir, queda recluida a la marginalidad política.

En cuanto al primer problema, la adopción de la agenda del capital, la cantidad de ejemplos son innumerables e incluyen tanto la izquierda política como social. No sólo se festejan embotellamientos en las rutas y peajes en vacaciones, récord de venta de auto cero kilómetro y el consumo vía endeudamiento (“el nuevo uruguayo”) como si fueran avances en una perspectiva transformadora sino que también la formación política se le entrega en bandeja a la derecha. A nivel sindical, uno de los ejemplos más crudos los protagonizó la Federación de la Bebida (FOEB), formándose en economía con CPA Ferrere (a pesar de ser asesora de varias cámaras empresariales). A nivel político, lamentablemente los ejemplos sobran. Un caso paradigmático es en la educación, donde ante la ausencia programática se apostó a multipartidarias, prefiriendo el gobierno consensuar con partidos tradicionales en vez de con los sindicatos y gremios estudiantiles. Además, asumió como propio todo el desarrollo programático en educación de la OCDE y delega la elaboración de propuestas de reforma en fundaciones con fuerte sesgo tecnocrático como ser Eduy21. Recuperar la discusión teórica y la ofensiva programática son dos elementos centrales para evitar la asimilación del pensamiento dominante.

 Pero esta es una parte de la verdad, ya que también es cierto que muchas veces más que asimilación ideológica por falta de claridad programática, hay oportunismo. En la política económica es notorio. De hecho, otro de los rasgos de la era progresista ha sido la proliferación de análisis “ortodoxos” en lo económico (que fundamentan ajustes, mercantilización de bienes públicos, extranjerización de los medios de producción, etcétera) embadurnados con jerga propia del pensamiento crítico (fetichismo, hegemonía, lucha de clases, socialismo, etcétera). Guiñadas terminológicas vacías, como recurso retórico meramente estético y de dudosa honestidad intelectual: versear como crítico para aplicar políticas de corte liberal o neoclásicas. Ambos fenómenos, tienen como resultado que uno de los saldos más duros de la era progresista sea el retroceso ideológico: buena parte de la izquierda uruguaya festeja más un punto de PBI que el avance en lo organizativo, en los niveles de conciencia y la conquista de derechos.

 En cuanto al segundo problema, es propio de quienes -por suerte- no se subordinan a la agenda del capital y mantienen un horizonte post-capitalista, para expresarlo de forma clara: de quienes son etiquetados como “izquierda radical”. A su vez, esta puede desgranarse en dos. Por un lado, existe una izquierda que sigue reivindicando el horizonte emancipador y socialista pero que, en muchos casos, entre el objetivo finalista y el aquí y ahora, no ofrece ninguna mediación. En general poseen una ética y principios inquebrantables, una disposición a la lucha total, pero no hay una hoja de ruta a seguir. Entre “el asalto al Palacio de Invierno” y pasado mañana no hay nada, más que enorme disposición militante. Así, la falta de acumulación de fuerzas desconoce de problemas culturales pesados, de hegemonías ideológicas, de cambios estructurales en el ámbito productivo: todo se reduce a “traiciones de dirigentes”, a “castas burocráticas anquilosadas”, a “falta de determinación en la lucha”. En general, confía en que las “ideas tienen fuerza”, o sea que, el valor de reivindicar una causa justa es condición suficiente para que se resuelva en sentido positivo, cuando en realidad opera lo contrario: son las fuerzas las que tienen ideas (o carecen de ellas). Por tanto, el trazado de ruta, análisis de la etapa, valoración de las fuerzas propias y enemigas, esencia de la estrategia y la táctica, con su correlato de elaboración programática y necesidad de la “pedagogía militante”, no tiene lugar en este marco.

 Por otro lado, existe otra izquierda que tiene mucho del “hacer-hacer”, de un enorme voluntarismo que también reniega del accionar estratégico. Mantiene un horizonte post-capitalista (no necesariamente socialista) y el acento se pone casi que en su totalidad en lo prefigurativo, en la necesidad de ir construyendo nuevas formas de vida. Sin dudas, este es un aspecto central de la praxis transformadora. El encuadre estratégico no sólo tiene que ser de disputa y antagonismo sino también de desarrollo creativo.

 Pero aquí se presentan dos inconvenientes. Primero, es que toda acción, todo proceso de lucha, sea de antagonismo o de creación de nuevas vías, necesita ser explicado, o sea, requiere teoría. La lucha no habla sola y es necesario dotarla de significado. Segundo, guste o no, cambiar radicalmente nuestra forma de vida, requiere indefectiblemente una modificación de las estructuras, la ruptura del orden instituido, modificar las relaciones de poder, discusiones estratégicas por excelencia. Al sistema no se lo puede “matar con la indiferencia” viviendo “al margen de..”. No existe tal cosa. Por tanto, no se trata sólo de la construcción de poder popular, que es vital, sino también de la eliminación del poder enemigo. Pretender superar el orden actual mediante acciones prefigurativas crecientes, por la vía pacífica y acumulativa, implica desconocer el arsenal gigantesco que tiene la clase dominante, tanto en lo económico, como en lo político, en lo ideológico y también en lo militar. Como afirmaba Bensaïd, la historia es sabia en mostrarnos que la clase dominante no es muy tolerante con el “escamoteo progresivo” de sus derechos, en particular, el de la propiedad: desde la Comuna de París a España en 1936, Chile en 1973, Portugal en 1975, Nicaragua en 1980, el bloqueo a Cuba, etc.

 2) En la actualidad, por diferentes razones y circunstancias, a las izquierdas les resulta muy difícil proponer y abordar temas relacionados con las vías para la superación del capitalismo. ¿Qué temas o nudos problemáticos deberían formar parte de un programa de pensamiento estratégico de transformación profunda del Uruguay actual?

 PM: Un primer aspecto radica en mejorar el diagnóstico de situación si de superar al capitalismo se trata. Sin ánimos de desmoralizar, me parece pertinente asumir que estamos muy lejos. El anticapitalismo hoy no tiene significación política de peso más allá de ser el anhelo de unos pocos (de los que me considero parte). Tan así que viene siendo una de las principales caricaturas  en diversos medios de prensa. Ya no sólo Desbocatti, sino que más recientemente llegamos al extremo tal que una cadena multinacional de comida rápida se dió el lujo el año pasado de sacar comerciales mofándose de que la promoción no afectaba la tasa de plusvalía, de que comprando barato ibas a poder “destruir al imperio”, todo en el marco de la más absoluta risa. Más recientemente, Frigorífico Centenario sacó un reclame sobre el “chorizo más largo del mundo” para el 1ero de Mayo. Esto tiene que interpelarnos. Somos tan insignificantes los anticapitalistas hoy, que no generamos el odio de otrora, sino que se nos ríen en la cara. Somos un chiste para el capital.

 Y nuestras debilidades, son la fortaleza de la clase dominante: bien dicen por ahí que hoy es más fácil imaginarse el fin del mundo (el Armagedón, la Apocalipsis, etc) que el fin de la sociedad burguesa. Por tanto, toda la estrategia debe estar basada en las dos siguientes premisas: a) la necesidad de evidenciar las contradicciones del capitalismo, sus injusticias, su insostenibilidad ambiental, su violencia y deshumanización permanentes y crecientes, su historicidad. O sea, que es posible y deseable superarlo y;  b) convencernos y convencer que es posible construir una sociedad alternativa, más justa e igualitaria, de mujeres y hombres libres, con pleno desarrollo de sus facultades y capacidades creativas. O sea, que el socialismo es posible y deseable, que puede constituir una alternativa eficaz en lo económico, cultural y político-institucional al orden vigente. Para ello hay que recuperar el entusiasmo, el optimismo, la capacidad de enamorarse y enamorar con la idea de la transformacioń social.

 Pero principio tienen las cosas. Parados en el aquí y ahora, tomando como orientación finalista lo antedicho, creo que una de las tareas inmediatas consiste en disputar la síntesis sobre el “fin de ciclo”. Lo que está en juego en América Latina no debe sernos ajeno. Una tarea estratégica fundamental es salirnos del fetiche de la “excepcionalidad uruguaya” que nos ha hecho, además de históricamente engreídos, bastante daño. Retomar el internacionalismo y el latinoamericanismo integrador, más allá de las coyunturas, nos es vital. Compartimos un destino común con la región y deberíamos tomar conciencia de ello. Por otra parte, la avanzada neoliberal en el continente viene acompasada de dos ideas fuerza muy peligrosas. En primer lugar, que son todos iguales, o incluso que los progresistas son aún peores que la derecha pura y dura. Esto es complejo porque implica desconocer los avances, mínimos, insignificantes en muchos casos, pero que existieron. A la vez que también desconoce que los retrocesos (en el plano ideológico, en la intensificación de la depredación ambiental, mercantilización de bienes públicos, etc) hubieran sido llevados a cabo con igual o peor crudeza por la derecha. En segundo lugar, puede dejar como saldo la idea de que no es posible cambiar la sociedad, que siempre habrá ricos y pobres, arriba y abajo y que si “naciste en la cara mala del mundo” sólo te toca la resignación o pisar cabezas para salir adelante.

 Ante esta ofensiva, las respuestas no están siendo claras. En lo personal, considero que es necesario poner sobre la mesa una perspectiva que evidencie los siguientes puntos: a) el ciclo político está vinculado con el ciclo económico; b) el ciclo económico tiene una fuerte explicación en nuestra inserción en el mundo, en la división internacional del trabajo, y tomarnos en serio el problema de la renta. Este es el sustrato común de los países latinoamericanos y por eso el ajuste afecta a sojeros, petroleros y mineros, sin discriminar mucho las distintas formas políticas y concepciones de gestión.  Disputar la renta, volver a reflexionar sobre la “cuestión agraria” y repensarnos con la enorme contradicción de ser un país que vive de la tierra pero que está altamente urbanizado.

 Un segundo eje, implica reconocer que cuando no hay posibilidades de captación de renta diferencial por altos precios de los commodities, la necesidad de ajustar, es creciente. Y ajustar significa muchas cosas, pero primordialmente que la necesidad del capital de avanzar drásticamente contra el trabajo se acrecienta. La tesis doctoral de Luis Bértola, analizando la industria manufacturera, afirmaba que nuestro país funcionaba a “vela y remo”. Cuando hay “viento de cola” -alza de precios- funciona a “vela” y hay margen para la política de conciliación de clases y la redistribución, pero cuando las condiciones internacionales empeoran, funciona a “remo”, o sea, intensificando la explotación contra el trabajo. Por tanto, la contracara del “fin de ciclo” es el ajuste contra el trabajo como rasgo distintivo de la coyuntura.

 ¿Quiénes están encomendadas a la tarea de constituir dicho horizonte emancipatorio? En principio, cuantas más mejor. Pero si de anticapitalismo se trata, es bueno recordar que el capital nació con un antagonista: el trabajo asalariado. Sin embargo, no hay que fetichizar a la “clase trabajadora” como poseedora de la verdad ni del estandarte revolucionario. Cierto es que ha perdido protagonismo como sujeto histórico, así como también es frecuente ver sindicatos que se burocratizan, que se corporativizan y donde priman las lógicas conciliadoras: estamos lejísimos de ver un “sindicalismo revolucionario”. Pero también es verdad que a fin de año pasado asistimos a un altísimo nivel de movilización de supermercados, tiendas y shoppings, algo absolutamente impensable hace un tiempo atrás. Asimismo, en un contexto en el que se habla todos los días de que la educación pública está en crisis y se toman medidas que favorecen la privatización apareció SINTEP (el sindicato de la educación privada) que prácticamente no lo conocía nadie, poniendo en el tapete tanto los problemas de gestión como pedagógicos de la educación privada, contribuyendo a romper el “consenso privatizador”. Otro tanto vienen haciendo de hace años los sindicatos de la educación pública, dándose de bruces con acuerdos multipartidarios que tienen a la mercantilización educativa y al desprestigio docente como bandera. También podemos destacar sindicatos históricos como AUTE, que otrora fue cuna de orientaciones sindicales que lejos están de querer superar el capitalismo, como fue el grupo Paraninfo, hoy se encuentra cuestionando de forma audaz como el cambio de matriz energética ha implicado privatización en la generación eléctrica y los riesgos que ello trae asociado, defendiendo la energía como bien común y realizando propuestas de cambio en la política energética. O sea, el sindicalismo tiene aún mucha potencia, más allá de sus límites y contradicciones. Giovani Arrighi, en un trabajo por de más interesante, alertaba que en el SXX el movimiento obrero se caracterizó por ser revolucionario o tener fuerza allí donde no podía disputarle mucho al capital, y donde sí, era débil o altamente conciliador. Creo que eso puede aplicarse a escala en Uruguay en cierta medida. Para poner ejemplos concretos: hoy tenemos enormes debilidades organizativas en los sectores que podemos disputar renta como los frigoríficos, el sector forestal, los lácteos y el conjunto de la producción agropecuaria. Sin dudas, allí hay un eje central desde el punto de vista organizativo y programático.

 Una misma cara de la moneda, una misma manifestación del proceso de acumulación de capital es que vuelve mercancía todo lo que se le cruza, al punto tal que hay lugares donde ya se comercializa el aire. En nuestro país, no siempre el sindicalismo ha tenido como bandera la defensa de los bienes comunes (sean tanto los recursos naturales como los bienes públicos). Es indudable que el Pit-Cnt combatió las privatizaciones más que nadie en los 90s, pero también es cierto que no ha logrado posicionarse contra las PPP, ni ha tomado como eje central la eliminación de las AFAPs en el sistema de seguridad social y ha sido vacilante en cuenta a la defensa de los recursos naturales. Por tanto, es preciso tomarnos en serio la defensa del patrimonio público en educación, energía, salud, etc, así como también la defensa de la tierra, el agua y el aire. El movimiento sindical debería jugar un rol importante allí y evitar mirar para el costado, o sugerir -como lamentablemente ha sucedido- que la crítica ecológica es una crítica feudal. Además, la proliferación de movimientos por la tierra y el agua, entre otros, es más que bienvenida: el desarrollo de nuevos movimientos en este sentido debería ser celebrado y no combatido.

 Un cuarto eje, radica en profundizar la lucha contra el patriarcado desde una perspectiva clasista. Es notorio y evidente que existe una profunda división sexual del trabajo que no debe ser naturalizada. Hay tareas masculinizadas y tareas feminizadas. En general, las primeras son mejor reconocidas y remuneradas. El trabajo reproductivo (doméstico) recae principalmente en las mujeres y en los sectores altamente precarizados es donde abunda el trabajo femenino. Es necesario entender que el patriarcado fragmenta a la clase trabajadora y esto, además de profundamente injusto, le quita eficacia y potencia transformadora. Nuevamente, creo que desde el sindicalismo se puede hacer muchísimo: a) modificar los niveles actuales de participación de las compañeras, en particular en los niveles de dirección sindical; b) utilizar la herramienta sindical y su experiencia organizativa para politizar y colectivizar las tareas de cuidados, hay que asumir que la reproducción es una cuestión social y no particular, y como tal debe tratarse; c) combatir a las empresas que niegan acceso a mujeres en determinadas ramas de actividad (o lo minimizan). Por algo, el Gallito publica al día de hoy “trabajos femeninos” y “trabajos masculinos”. Todo eso, sin soslayar que el género también codifica patrones culturales que privilegian lo “masculino” por sobre lo “femenino” y que dan lugar al acoso callejero, la violencia de género, la cosificación del cuerpo femenino, etc.

 Por último, para transformar la sociedad, es necesario cuestionar el orden vigente también en el plano de las ideas. Lesionar los consensos implícitos, fisurar el “sentido común”. Para ello, vale decir que uno de los “sectores de actividad” más numeroso en cuanto a su fuerza de trabajo y con mayor nivel educativo promedio es la educación. Claro que una huelga docente de un mes no lesiona al capital lo mismo que una huelga de los trabajadores portuarios. Estoy seguro que en el caso de los segundos, sería militarizada en cuestión de días. Pero la cantidad de docentes, su disgregación territorial, su mayor nivel de formación relativo, les pone en un sitial por demás estratégico. Soy un convencido que deberían ser pioneros en la disputa de la hegemonía dominante, así como también punta de lanza en la elaboración programática.

 Asimismo, es importante distinguir “clase trabajadora” de “sindicalismo”. No se puede confundir las herramientas con sus integrantes. Por tanto, el desafío organizativo debe trascender lo sindical. Como decía en la primer pregunta, la praxis transformadora debe ser tanto de disputa y antagonismo como de desarrollo creativo. En este marco, las experiencias autogestionarias son vitales, tanto como base material de retaguardia así como también originarias de nuevas prácticas y formas de relacionamiento. Revitalizar el vínculo entre el sindicalismo y cooperativismo, tanto de producción como de vivienda. Incluso, multiplicando algunas experiencias asociativas recientes que politizan el consumo como ser el Mercado Popular de Subsistencias e impulsar movimientos de usuarios (en México, es vital para disputar el modelo energético, por ejemplo).

 Todo este eje de disputa al capital y acciones performativas de nuevo tipo, debe poder articularse a su vez con las distintas expresiones del campo popular. Los movimientos territoriales que construyen y disputan urbanidad desde los barrios, los colectivos feministas que luchan contra el patriarcado, los movimientos ecologistas que pelean por la defensa de los recursos naturales. El desafío consiste en descifrar cómo conjugar estas distintas luchas. La existencia de una pluralidad de actores sociales es indudable y el desafío estratégico radica en discenir qué tan posible (y deseable) es juntarlos en torno a un proyecto común. Tiendo a pensar que las alianzas particulares, las coaliciones “espontáneas”, las convergencias que se reducen exclusivamente a la micropolítica, si bien son bienvenidas, no son la respuesta al problema. Regis Debray le llamaba el problema de renunciar al “todo” por el “montón”. Por tanto, hay dos preguntas centrales que deberíamos poder responder: ¿cómo articulamos esa pluralidad de actores sociales de forma efectiva?, y ¿para qué?

 La primer pregunta, deja planteado el dilema del “principio organizativo” y la segunda la necesidad de un “programa de transición”. Honestamente, no tengo respuesta alguna para estos dos puntos, sólo algunas dudas. En cuanto al “principio organizativo”, parece claro que un signo de época consiste en el rechazo al “partido de vanguardia”, el “sustitucionismo”, y ciertos déficits democráticos que ha tenido la izquierda, cosa que comparto. Pero no debemos por esto, idealizar ninguna de las otras formas pre-existentes tampoco, que a ninguna le fue muy bien que digamos. Asimismo, sin intentar adelantarme a los hechos ni descifrar a priori qué formas organizativas se adecuan mejor a las necesidades de este tiempo, entiendo que es necesario desde ya romper con un criterio implícito que existe con fuerza entre quienes plantean superar al orden del capital: si vemos más de 20 personas juntas, ya se presume que algún principio se está traicionando. Esto se traduce en un culto al “chiquitismo” que nos condena a la derrota y al elitismo. Recuperar la “política de masas” como tarea, es vital para repensar el “principio organizativo”.

 Por último, la idea de “programa de transición” tiene que ser revisitada. No refiere a un conjunto de medidas de política a realizar sino a pensar en cabalidad las orientaciones generales del proceso transformador. Creo que las “preguntas-guía” de este problema serían algo así como: ¿el socialismo es un objetivo superior a perseguir una vez conquistado el desarrollo, o en cambio el camino al socialismo es el único camino posible al desarrollo, o bien debe impugnar la idea de desarrollo? ¿La transición debe tener un primer momento nacional o debe pensarse a escalas de mayor envergadura? ¿qué tan posible es avanzar en el marco de la “democracia-burguesa” o “liberal”? Más allá de las concepciones clásicas de la izquierda mundial, en otro período histórico hubo elaboraciones propias en nuestro país, como las de Trías, Arismendi, Cariboni, etc. Ha pasado demasiada agua bajo el puente para que no sean revisitadas, rediscutidas, no para calcarlas sino para elaborar nuevas estrategias en ese sentido.

 En resumen, recuperar el internacionalismo y el latinoamericanismo integrador. Tomar conciencia de la ciclicidad de la acumulación de capital y del problema de la renta en América Latina. Concientizarnos sobre la necesidad de hallar-construir un sujeto histórico capaz de disputarle al capital, a la vez que sea portador de nuevas prácticas. Retomar la discusión teórica y la ofensiva programática. Construir un “principio organizativo” que sea aglutinante para la constitución de una nueva totalidad en el marco de un programa que repiense la transición. La tarea es titánica, pero el anhelo de emancipar la humanidad bien lo vale.

* Pablo Messina es Profesor de Economía e integrante de la cooperativa COMUNA. El autor aclara que las opiniones vertidas en esta entrevista son a título estrictamente personal.